Consolidación y despegue
Mauricio Macri asumió la presidencia de la Nación hace dos años. Recibió un país en franca decadencia en todos los terrenos. Los efectos de doce años de populismo fueron devastadores. Lamentablemente, ese deterioro se dio en un contexto extraordinariamente favorable para la Argentina, con los precios de sus principales productos de exportación en un vertiginoso ascenso, que no se aprovechó para impulsar nuestro desarrollo sino para fomentar políticas clientelísticas que generan un bienestar ilusorio, porque se sustentan en bases endebles.
El gobierno de Cambiemos expuso la realidad de esa situación, pero no vivió echando culpas. Prefirió concentrar sus energías en trabajar en pos de las soluciones. Hacer más que decir es una marca de fábrica de Macri. Es su estilo, del que dan acabada cuenta sus años de Jefe de Gobierno porteño, pero es también una muestra de respeto a sus conciudadanos.
Lo cierto es que el panorama hallado a fines de 2015 era sombrío. Una severa crisis se incubaba. La bomba no explotó, lo que fue muy bueno para el país, pero por la misma razón muchos argentinos no llegaron a percibir la magnitud de la gravedad del cuadro recibido.
El primer año de gobierno fue duro. Era imprescindible reordenar la economía. La rápida eliminación del cepo cambiario y el arreglo de la deuda externa facilitaron la vinculación con el mundo, esencial para cualquier proceso de inversiones. Al mismo tiempo, y en forma gradual, se fueron reacomodando las tarifas de los servicios públicos y del transporte, cuidando de no afectar, mediante la tarifa social, a los sectores más vulnerables. Este necesario sinceramiento postergó la recuperación de la actividad económica, pero hay que comprender que era un factor sine qua non para que ella pudiera ocurrir.
A principios de 2017 las fuerzas reaccionarias del país emprendieron numerosas huelgas y piquetes. Pretendieron crear la sensación de un gobierno débil, que no duraría. La ciudadanía salió a la calle masivamente para reafirmar su confianza en el gobierno nacional. Esa confianza se evidenció en las elecciones de medio término de octubre pasado, cuando Cambiemos logró triunfos muy importantes en casi todo el país. Sigue sin tener la mayoría en ambas Cámaras del Congreso, pero sus bloques crecieron significativamente.
Desde mediados de 2017, casi todos los indicadores de la economía señalan una notoria mejoría de la actividad y el empleo. Ha mejorado también, para enigma del discurso populista, la distribución del ingreso. La inflación todavía es alta, pero su tendencia es claramente descendente. El crédito –y, en especial, el crédito hipotecario- se han expandido como no se veía en décadas, apuntalando un manifiesto crecimiento de la industria de la construcción.
Pese a estos signos tan auspiciosos (o, mejor dicho, debido a ellos), hay sectores irracionales y violentos que en los últimos días quisieron obtener por la prepotencia lo que las urnas les niegan. No pudieron conseguirlo. La democracia triunfó.
Desde el otro extremo del arco ideológico, se imputa a Cambiemos que no practique un ajuste salvaje. Nada más cierto: el gasto social es el más alto de la historia. Y es un aspecto no negociable, porque una de las banderas del gobierno de Macri es disminuir drásticamente la pobreza.
El gradualismo es mucho más que una modalidad de administrar. La democracia es gradualista. No es la imposición de unos a otros. Es la diagonal, el punto de encuentro entre ideas e intereses diversos. Sin palabras rimbombantes, sin "paquetazos", sin gestos espectaculares, Cambiemos termina 2017 manteniendo un rumbo firme y sereno, que es que fue convalidado en octubre. El despegue ya se inició. Ahora habrá que profundizar lo que Macri llamó el "reformismo permanente" para ir destrabando los obstáculos que nos han impedido desarrollarnos y crear oportunidades para todos.
El autor es diputado nacional por Cambiemos