Eneros de América: Venezuela, 58 y Cuba, 59
La lectura del más reciente libro de Alexis Ortiz, Venezuela, democracia civil y Castrochavismo, conduce inevitablemente a un retorno a la historia venezolana de mediados del siglo pasado, la que se empata de forma directa con la de Cuba en el mismo período.
Y es que en los finales de la década del cincuenta se produjeron en el hemisferio dos procesos políticos violentos que tenían como objetivos finiquitar la parálisis sociopolítica que impusieron Marcos Pérez Jiménez y Fulgencio Batista, Venezuela y Cuba respectivamente, ya que ambos regímenes militares habían interrumpido el desarrollo evolutivo de las instituciones de los dos países.
Ambas revoluciones, denominación común para los procesos sociales de rápido desarrollo, aunque no precisamente implica un progreso armonioso e integral de la sociedad ni el respeto a los derechos ciudadanos, disfrutaban de amplio apoyo popular con base en la propuesta de producir cambios sustanciales hacia una sociedad justa y libre.
Lamentablemente, a pesar de que las causas que motivaron estos procesos violentos eran similares, dictadura militar, ausencia de libertades públicas e injusticia social, las proyecciones finales de estas revoluciones fueron totalmente opuestas.
En la república sudamericana que con tanto acierto rememora Ortiz, la revolución fue colegiada, los deberes y los derechos de los ciudadanos más respetados, la oposición contó con espacios cívicos para sus actividades, la dirigencia insurrecta siempre demostró su voluntad de someterse a una elección popular y los protagonismos que pudieron producirse se establecieron en función de necesidades coyunturales, y no como expresión de toma del poder unipersonal y menos aún totalitaria.
En la nación isleña desde el principio se apreciaron síntomas de autoritarismo, de un nuevo caudillaje que culminaría en un totalitarismo aberrante y retardatario. Para Fidel Castro existía, aparte del régimen derrocado, otro enemigo: aquellos que no se sometían a su voluntad, los genuinos luchadores por una sociedad democrática.
Castro durante el proceso insurreccional siempre procuró establecerse como único y máximo líder. Gestionó someter, sin despreciar ningún recurso por repugnante que este fuese, a todas las fuerzas opositoras bajo su control, aunque estas hubiesen participado en el proceso insurreccional contra el régimen depuesto.
Desde los albores del triunfo revolucionario desplegó contra todas las otras fuerzas revolucionarias una fuerte campaña de descrédito. La masificación de la población fue su objetivo primario, convertir al ciudadano en siervo, su mayor ambición. Usó los sentimientos ultranacionalistas para atraer, o en el peor de los casos neutralizar, a las personas que no pudiera dominar.
La Cuba de hoy, desde hace 59 años, está sometida a un régimen totalitario. Sus ciudadanos no disfrutan de derechos públicos ni privados, las posibilidades de producir cambios políticos son casi inexistentes. Es un proceso anquilosado, en perenne contradicción, con una economía dependiente del extranjero y en permanente crisis.
Venezuela confrontó problemas. Pero durante 40 años sus ciudadanos contaron con la voluntad y la posibilidad de lograr mejoras. Se practicó la crítica, el rechazo a los diferentes gobiernos, se censuró a los líderes que no satisfacían a la población. Fue un país con dificultades, pero con democracia, y la democracia es invariablemente perfectible.
El libro de Ortiz permite apreciar las sustanciales diferencias de dos procesos paralelos. Venezuela, bajo el liderazgo de Rómulo Betancourt y otros dirigentes de la democracia, creció y se fortaleció económica e institucionalmente, mientras Cuba, bajo la mandancia de los hermanos Castro, se hundió en una ciénaga represiva y de desesperanzas.
Desgraciadamente, el ejemplo de Cuba no surtió efecto en un número importante de venezolanos. Primero, sectores de claras credenciales democráticas por motivos bastardos respaldaron el golpe militar, después, un número importante de ciudadanos, entre ellos periodistas y representantes de algunos de los segmentos más favorecidos de la sociedad, votaron a favor del militar golpista en una elecciones plurales.
Cuarenta años después, como destaca Ortiz, Venezuela tomó el rumbo de odio, sectarismo e injusticia del totalitarismo insular y como lo prometiera el golpista Hugo Chávez, con la ayuda de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, cumplió su promesa de hundir al país en el mar de la felicidad de Fidel Castro.