Lo que evidentemente no es nuevo es que Jerusalem es la capital del Estado de Israel. La novedad es la decisión de Donald Trump de reconocerla. También la de dar a conocer que su administración se dispone, por su decisión ejecutiva, a implementar una ley ya votada hace años en el Congreso de los Estados Unidos para establecer su embajada en Jerusalem. Trump es disruptivo y problemático cuando hace prevalecer su decisión soberana por encima de la resolución de Naciones Unidas de no innovar el statu quo.
Lo que a continuación expreso es una visión estrictamente personal, que no involucra oficialmente la opinión del Gobierno nacional del que soy parte y siento orgullo de ser miembro de un gabinete que sostiene la diversidad de sus integrantes como un valor. Se aplica también a poder expresarnos.
Estoy de acuerdo con el comunicado de nuestra Cancillería: debemos lamentar acciones unilaterales que modifiquen el estatus de Jerusalem hasta tanto no sea producto de un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes, que cuente con la comunidad internacional tanto para alcanzarlo como para sostenerlo. ¡La paz con Egipto y con Jordania constituye sólidos y auspiciosos antecedentes de que sí se puede!
Sin embargo, esta misma preocupación y declaración no se manifestó cuando, también de forma unilateral, se reconoció la creación de un Estado palestino, al que todos los que buscamos la paz apoyamos y anhelamos que logre coexistir con Israel en armonía, así como en simetría de soberanía y seguridad.
Mucho menos se alzan voces cuando las resoluciones de Naciones Unidas son explícitamente anti-israelíes, y hasta algunas agraviantes, como las últimas de Unesco, que niegan y refutan la raíz judía, histórica y milenaria de Jerusalem y su santo monte. Las Naciones Unidas ya hace setenta años, en noviembre de 1947, votaron la partición de Palestina con la finalización del mandato británico para la creación de dos Estados que convivan; validando el derecho de ambos pueblos a una tierra sagrada, que debe partirse para que haya paz.
Fue el mundo árabe todo, frente a la indiferencia de muchos, que, en 1948, cuando se creó el Estado de Israel con mandato de las Naciones Unidas, declaró una guerra masiva en todos los frentes y en todas las fronteras para "aniquilar a Israel y arrojar a los judíos al mar". De igual modo, en 1967, otra guerra, la de los Seis Días, logró la victoria israelí, su supervivencia y la reunificación de Jerusalem, que alcanzó el estatus para Israel de única e indivisible capital del Estado.
Serán los acuerdos de Oslo, que otorgaron el Premio Nobel de la Paz a Arafat, Peres y Rabin, continuidad del espíritu de Camp David en el proceso de paz, los que incluirán en la negociación definir cuál sería el estatus final de Jerusalem. Donde todos asumían que un régimen especial con garantía internacional permita, al mismo tiempo, preservar los lugares sagrados y dar libre acceso a los fieles de las religiones abrahámicas, unidos a la Ciudad Santa como hermanos en la fe monoteísta del legado compartido por judíos, árabes y cristianos. Esta ruta de negociación también incluía la posibilidad de las sedes de los Estados soberanos de Israel y Palestina.
Fue Yasir Arafat, y no Ehud Barak, bajo la administración de Bill Clinton, quien decidió rechazar el programa de Oslo y optar por encender la Segunda Intifada para ser líder de la confrontación, ante el temor de ser un mártir por la paz, bajo la amenaza de los extremistas árabes que no aceptaban negociar nada que no fuera la destrucción de Israel. Así pasó con Sadat, luego de que Egipto firmara la paz con Israel; y con Rabin, por extremistas nacionalistas israelíes ultraortodoxos, al promover y asumir que territorios conquistados en guerras fueran devueltos o que el estatus político de Jerusalem fuera negociado para lograr la paz.
Hoy debemos lamentar que la decisión de Trump no sume en nada a la resolución del conflicto sino que lo cataliza sin saber cómo evolucionará, lo que genera angustia, más odio e incertidumbre. Pero también es una oportunidad para que, junto con la condena o la aprobación, se reabra el debate y la mesa de negociación para retomar la ruta de Oslo que Israel suscribe y la Autoridad Palestina, aun habiendo declarado la creación de un Estado independiente, no está todavía en condiciones de asumir.
No alcanza ya con rezar juntos por la paz. Hay que hacerla y alcanzarla. El camino es arduo, no exento de dificultades, pero es posible. Es más, se torna hoy urgente e imprescindible. La duda es si vamos a dedicarnos semanas a la coyuntura de lo que hizo Trump o al fondo de la cuestión: reactivar el diálogo por la paz. Si Trump no ayuda, todos los demás deberemos, junto a la crítica, aportar ámbitos de diálogo, consenso y acercar a las partes para el encuentro.
Argentina, en su ejemplar diálogo interreligioso y cultural, tiene mucho para aportar. Es tiempo también de marcar la hipocresía internacional de unas Naciones Unidas que hace setenta años no logra propiciar la paz y hoy es escenario solamente de condenas y posiciones anti-israelíes. No por convicción sino por discrecionalidad de utilizar todo marco o foro para que numerosos países árabes, y muchos de Europa, que no saben cómo contener a sus extremistas islámicos, utilicen la justa causa del pueblo palestino para la injusta manipulación de condenas sesgadas y unilaterales contra Israel.
Jerusalem es la capital del Estado de Israel. Ese estatus no se lo dio Trump sino la memoria de la historia y el derecho soberano de un Estado creado formalmente por las Naciones Unidas, pero lamentablemente a costa de la sangre y la lucha heroica de los pioneros; y hoy, de sus ciudadanos, que, por la necesidad de sobrevivir, son todos soldados, aun cuando no pierden la esperanza de que sus hijos algún día dejen de serlo, al alcanzar la paz.
Siempre el estatus sagrado y multicultural fue cuidado, respetado y sostenido por Israel en Jerusalem soberana, una vez unificada y proclamada capital del Estado. Fue en función de un estatus especial de resoluciones de Naciones Unidas que ningún país estableció embajada en Jerusalem sino en Tel Aviv, hasta que se llegara a una solución definitiva. En este sentido, no es dirimir quién tiene razón sino razonar juntos en la mesa de negociación, porque nada es más sagrado que la vida y la paz; y por ello la tierra debe ser repartida para convivir como fraternidad humana en el reencuentro entre palestinos e israelíes, tan hijos de la Tierra Santa como de un mismo Padre en el Cielo, como el que compartieron en la Tierra, que fue Abraham.
Es por ello que lo que decide Trump en su administración, que fue una promesa de campaña, como también lo fue salir del acuerdo de París por el cambio climático, como la prioridad de hacer a "América grande", más allá de compromisos internacionales asumidos, nos preocupa y expresamos que no es este el camino apropiado para lograr la paz, ni para cuidar la casa común, y que todos necesitamos tener en Estados Unidos un actor moderado en el escenario internacional como agente que estabilice y no que genere incertidumbre.
Podemos y debemos, sin dejar de dialogar, expresar nuestras frustraciones y desacuerdos con su administración. Pero no podemos dejar de reconocerle la legitimidad de representación y también recordar las ideas que anunció para que lo votaran. No compartirlas implica tener posiciones claras y firmes que nos dan identidad propia como país. De ahí la claridad y la contundencia de nuestra Cancillería y del presidente Mauricio Macri, lo que no implica no respetar la otra posición, sino asumirla como parte de un escenario geopolítico global complejo e incierto.
Pero, al mismo tiempo, no dejo de remitirme a la verdad histórica y contemporánea: Israel vive Jerusalem desde siempre, con o sin Trump, como su capital. Es sede de su Parlamento, de su Corte Suprema, tanto como del primer ministro y presidente. Jerusalem es capital de un Estado que no está en otras manos que las propias para poder existir y sobrevivir, hasta que pueda vivir en paz.
Mientras palestinos e israelíes vuelvan a recalcular su GPS para retomar la ruta de las negociaciones por la paz, es conveniente que Naciones Unidas haga una evaluación crítica de sus resoluciones, de su sesgo parcial y de la probada ineficiencia en ser mediador y referente para resolver el conflicto, en lugar de estar siempre a favor del lobby de boicot a Israel. La ONU, sin lugar a dudas, en su relación con Israel también necesita un GPS.
El autor es rabino.