La historia de la inestabilidad política argentina desde mediados del siglo pasado hasta finales de ese mismo siglo estuvo maravillosamente sintetizada por el gran politólogo argentino Guillermo O'Donnell con el término "el juego imposible". De esta forma, se buscaba reflejar la dinámica de un peronismo que, desde 1955 hasta 1973, no podía volver al poder por la oposición de sectores claves de las Fuerzas Armadas y la sociedad, pero al mismo tiempo tenía la capacidad de deslegitimar a los gobiernos civiles que ascendían con el justicialismo proscrito.
Ello formalmente se resolvió con el regreso de Juan D. Perón, en 1972; las elecciones de 1973, cuando, primero Cámpora, prontamente desechado por el caudillo justicialista y luego Perón, con más del 60% de los votos, se impondría para llegar por tercera vez a la Casa Rosada. La historia posterior es conocida, así como lo precario de su salud y lo breve de su mandato, lo cual afectó notablemente la continuidad del pacto económico-social que se había implementado, además de significar una confrontación política y armada contra las organizaciones guerrilleras sin necesidad de una participación generalizada de las Fuerzas Armadas. Perón como militar sabía perfectamente la inconveniencia de bajarla a ese pantano. No obstante, el regreso de la democracia en 1983 no terminó de resolver la cuestión de la inestabilidad política argentina.
En este caso, no se trataría ya del veto o la prohibición al peronismo para competir sino de la profundidad de las crisis económicas y su impacto sobre el partido alternativo al peronismo como fue históricamente el radicalismo. No casualmente, en el caso de que el presidente Mauricio Macri concluya normalmente en el 2019, sería la primera vez desde 1928 que un gobierno que no sea peronista o militar lo logra. Ello ha creado la percepción más que arraigada y difundida, desde charlas de café hasta fiestas familiares, artículos periodísticos y aun académicos, sobre la necesidad de un gobierno peronista para al menos tener espacios o treguas de gobernabilidad de mediano plazo. Los 10 años de menemismo y los 12 de kirchnerismo son un reflejo de ello contra los 5 años y algunos meses de Raúl Alfonsín y los 2 de Fernando de La Rúa.
Tanto en los traumáticos días de comienzos de 1989 como en diciembre de 2001, uno de los principales escenarios de los saqueos y la agitación social fue el Conurbano bonaerense, la zona más densamente poblada y con mayores índices de pobreza y necesidades básicas insatisfechas de la provincia de Buenos Aires. Ese 9% del territorio argentino que concentra el 39% de la población nacional y el 34% de su PBI. Ese mismo Conurbano, a su vez, absorbe dos tercios de esos habitantes en lo que es el 1% de la superficie terrestre argentina. Cabe recordar que el 48% de los menores de edad son pobres en nuestro país; la mitad de ellos vive en ese cordón. Por la tasa de natalidad eso sólo tenderá a aumentar.
Una bomba de tiempo social y una espada de Damocles sobre el nudo gordiano de la Argentina tal como es la Capital Federal, donde se concentra la macrocefalia en materia de decisiones políticas y económicas del país. Un país con Constitución Federal pero en gran medida psicológica y funcionalmente unitario. No casualmente desde mediados de los 80 la relación entre el Ejecutivo nacional y los detentadores del poder en la provincia se ha constituido en un factor clave para la estabilidad nacional.
La derrota del radicalismo, en 1987, frente al peronismo renovador de Antonio Cafiero, marcó el comienzo del fin del proyecto alfonsinista y su idea del tercer movimiento histórico. Luego, en 1988, la decisión de Carlos Menem de sumar a caudillos claves del Conurbano, en especial a Eduardo Duhalde, como su candidato a vicepresidente, le abrió el camino a imponerse en la inédita e histórica interna con Cafiero y el posterior triunfo electoral de 1989. Cabe recordar que, ya para 1990 y en momentos previos al efecto potenciador que produjo el Plan de Convertibilidad de Domingo Cavallo, una preocupación clave en la Casa Rosada, además de terminar con la última asonada de los militares carapintadas, era tener garantías de victoria en las elecciones a gobernador en la estratégica provincia. Para ello se le encomendó la tarea al entonces vicepresidente Duhalde.
Él mismo, inteligentemente, reclamó un flujo seguro de recursos que no lo transformaran tan sencillamente en un rehén del unitarismo funcional argentino. Ahí surgió el Fondo de Reconstrucción del Conurbano, o sea, 650 millones de dólares anuales. El estallido de la convertibilidad, en el 2001 y la escalada inflacionaria de la última década terminaron de licuar esos recursos. No casualmente una de las prioridades de la astuta y carismática gobernadora María Eugenia Vidal, además de ganar las pasadas elecciones, ha sido recuperar al menos parte de esos recursos. Elevando su reclamo a la Justicia y dando lugar a una fuerte negociación política y económica, cuyo resultado se ha dado a conocer en los últimos días. Entre los más destacados, 20 mil millones de pesos adicionales por lo correspondiente a impuesto a las ganancias y 20 mil por asignación específica del tesoro en el 2018. En tanto que, en el 2019, un piso de 20 mil millones y 45 mil millones respectivamente. El Fondo de Reconstrucción del Conurbano actualizado serían unos 65 mil millones anuales, cuando en la última década y media sólo fue de 650 millones, o sea, el uno por ciento.
El esfuerzo lo hace nación y las provincias no perderían recursos. El reclamo de la gobernadora en la Justicia era por 400 mil millones, que será descontinuado como resultado de la negociación antes mencionada. Pese a que este enjambre de números parece ser tierra fértil para economistas, tributaristas y contadores, pocas dudas caben sobre que todo este proceso aún en desarrollo es un dato fundamental para cualquier análisis de ciencia política y de la futura dinámica institucional de la Argentina. ¿A qué nos referimos? Básicamente, la para muchos sorpresiva victoria de Cambiemos a nivel nacional, y todavía más en la provincia de Buenos Aires, fenómeno contundente consolidado por los guarismos del pasado 22 de octubre, está en condiciones de marcar un posible principio del fin de la mayor trampa de la gobernabilidad Argentina. ¿A qué nos referimos? Básicamente, a la existencia, por un plazo prudencial, de un esquema de constructiva convivencia y cooperación entre el sillón de Rivadavia y el de Dardo Rocha. Dejando atrás lógicas de tensión aguda como las vividas en el pasado o, en su lugar, esquemas de fuerte control e intervención del Poder Ejecutivo Nacional sobre los márgenes de acción del gobernador, tal el caso del 2005 al 2015. El eje Macri-Vidal y la posibilidad constitucional de un segundo mandato para ambos brindan ese espacio.
A ello cabe sumar el impacto combinado de una economía que abandonó la recesión y donde se espera al menos niveles de crecimiento económico del 3% este año y el próximo, y los montos adicionales obtenidos por la provincia. El empoderamiento de Macri y Vidal luego de la victoria contundente en las pasadas elecciones y haber derrotado a la referente política más abiertamente opositora del Gobierno, con su base electoral centrada en el Conurbano bonaerense, y en especial en las socialmente vulnerables primera y tercera sección electoral, sin duda más que facilitó un clima político propicio para avanzar en estas reformas presupuestarias.
Tal como comentamos en la anterior columna, pocos días después del 22 de octubre, el consultor y estratega electoral Jaime Durán Barba afirmaba en un desayuno poblado por referentes claves de los principales espacios políticos de la Argentina que hasta pocas semanas antes de las PASO el oficialismo presentaba un panorama más que crítico en la provincia de Buenos Aires, con una ventaja de al menos siete puntos de la candidata de Unidad Ciudadana. En el resto del país los números y las tendencias eran alentadores, pero en ese minúsculo 1% del territorio argentino, megapoblado, que es el Conurbano bonaerense, eso no parecía darse. El ingreso a capa, espada y carisma de Vidal comenzaría a revertir la situación. Dejando un empate en las PASO y luego una victoria por más de cuatro puntos en las elecciones legislativas. No es extraño que inteligentes, sofisticadas y metódicas tácticas y estrategias electorales y comunicacionales propias de sociedades modernas y hasta posmodernas no logren la misma contundencia en las zonas más golpeadas y marginadas del alfa y omega de la estabilidad argentina como lo es el cinturón poblacional que bordea la Capital Federal.
Los nuevos recursos obtenidos por la gobernadora y la inédita armónica relación entre el poder central y La Plata están en condiciones de lograr, de haber suerte y virtud como advertía Maquiavelo, que nuestro país pueda desarmar una de sus hipotecas más fuentes en la búsqueda de la estabilidad política y aun socioeconómica. El símbolo de ello quizás sea cuando, en las charlas de ciudadanos o altos funcionarios, la llegada de diciembre no esté centrada en los fantasmas de violencia y saqueos. Ese día la transición iniciada en 1983 se habrá cerrado exitosamente y la Argentina habrá dado un paso decisivo para combinar democracia y prácticas republicanas o no meramente elecciones que deparan democracias delegativas y de baja calidad institucional. Al gran Guillermo O'Donnell le hubiese encantado verlo.